César Hildebrandt
Hubo una vez un periodismo que no era parte del poder sino que era, más bien, su desacato.
Ese periodismo no tenía imperios que conservar ni televisiones que arropar ni constructoras que proteger ni favores ilícitos que ir pagando en cámara lenta. Es decir, que ese periodismo no tenía otra cosa que defender que su inmensa reputación.
Y cuando ese periodismo investigaba lo hacía contra viento y marea y a pesar de todas las presiones. Y sus conclusiones, extraídas de pistas cubiertas y documentos examinados, eran, por lo general, muy poco discutibles y del todo esclarecedoras.
Ese periodismo, además, no se había convertido en una oscura profesión carnetizada sino que era, muchas veces, ocurrencia magistral de los mejores. Fue así como el novelista Émile Zola acusó a Esterhazy y defendió a Dreyfus aquella famosa mañana del 13 de enero de 1898, el día en que la opinión de un hombre honesto pudo más que la pólvora reunida de un ejército imperial.
Ese periodismo no sólo carecía de inmuebles en demasía y acciones al por mayor sino que también estaba libre de la servidumbre partidaria y del odio heredado y panfletario. De modo que ese periodismo no insultaba como reflejo condicionado. Le bastaba con pensar.
No se parecía en nada ese latido libertario, claro está, al periodismo que consiste en recibir voces grabadas por una empresa que tiene deudas con el Estado. Ni al que ejercen, con cara de novicias, señoras que recibieron dineros del sumamente prófugo Juan Carlos Hurtado Miller. Señoras cuyos maridos son apoderados de la empresa que tiene deudas con el Estado y que está interesada en sacar de la escena a Petroperú, la entidad que la obligó a pagar 23 millones de dólares que quería seguir birlándose.
No es el periodismo que ejerce, desde la hamaca del receptador, ese empleado de la embajada de los Estados Unidos que siempre estará presto a sacar la cara por los intereses del país que lo banca, el suertudo postal que acaba de darle una mano gigantesca a la estadounidense empresa obligada a pagar los 23 millones de dólares que se había robado.
En esos tiempos primordiales el periodismo no trabajaba con bufetes de abogados que alguna vez fueron procuradores nombrados por el más corrupto de los tiranos y que se llevaron la videoteca de Montesinos al cuchitril de una notaría. Abogados que tienen entre sus clientes, precisamente, a la empresa que quería seguir robándose los 23 de millones de dólares y que hoy hacen dúo con un viejo periódico dispuesto a todo con tal de favorecer a Chile y a su línea aérea, jugarle sucio a Bavaria después de usar su nombre para comprar irregularmente el Canal 4 y sacar su parte en la derrota de una minera peruana –contaminada por el pasado narco de algunos de sus allegados- a manos de la canadiense Sulliden, tan capaz de todo como la también canadiense Barrick.
Rómulo León y Alberto Químper son de vomitar, por supuesto. Y de vomitar es que el Apra siga siendo el MBA del latrocinio y la Sorbona de la cutra. Pero de arcadas son también las jugadorazas que hacen de monjitas, los gringos de Chicago que vienen a hacer aquí lo que Nixon hacía en su establo oval, la prensa del gran billetón jugando a que se juega mientras se encarga de editar audios para que nada roce al doctor García, que se morirá en París sin aguacero pero con una lluvia de millones que para qué te cuento.
Había una vez unos periodistas que se arriesgaban por deporte, descubrían por vocación, deducían de puro brillantes y publicaban por cojones. No eran parte del poder sino su negación. Y por eso la gente los quería.
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