miércoles, 16 de abril de 2008

García, el Bryce número dos

César Lévano
cesar.levano@diariolaprimeraperu.com


La denuncia del economista Félix Jiménez sobre el plagio perpetrado por el presidente ­Alan García revela una triste realidad: tenemos un Primer Mandatario que carece de honestidad intelectual y que no vacila en apropiarse de un plan de “modernizaciones” ultrarreaccionarias, dirigidas contra los trabajadores, la seguridad social y la ­educación pública.

La prueba documental del remedo está, como lo precisa Jiménez, en el opúsculo La revolución constructiva del aprismo. Teoría y práctica de la modernidad.

Hemos leído con atención, hace días, el engendro de García. No habíamos advertido la copia respecto de los textos chilenos –hasta eso llega el prochilenismo de García–. Pero lo que sí advertimos, desde las primeras líneas, es que su objetivo era justificar claudicaciones, acomodos, corrupción y entreguismos vendepatrias.

Alguna vez dijimos en un programa de televisión que el APRA, en la medida en que avanzaba, retrocedía. Avanzaba en el disfrute o la convivencia del poder, y retrocedía en cuanto a proyecto antimperialista y de justicia social.

El texto de García es una confesión de parte. Para él, dialéctica significa cambiar de bandera y de rumbo según soplen los vientos del dinero. Signo de que no ha entendido nada sobre ese concepto. Para justificar los ­oportunismos de la cúpula ­aprista se mete con filósofos como Kant y Hegel –a quienes no ha estudiado–; pero oculta a sus pensadores predilectos: Augusto Pinochet y José Piñera.

García no conoce eso que Hegel llamó “la paciencia del concepto”. No es un orador, es un charlatán.

En el Perú abundan los plagiadores. Alfredo Bryce es sólo un caso extremo. En el pasado reciente se descubrieron congresistas que copiaban leyes extranjeras. En esta columna hemos revelado cómo el anuncio espectacular de García sobre la puntualidad era copia fiel de una decisión anterior de Ecuador, que había sido comentada con humor en la revista estadounidense The Newyorker.

Ésta parece tendencia nacional. Recordemos al candidato presidencial a quien César Hildebrandt llamó “comandante Xerox” tras demostrar que había presentado como propio un escrito ajeno.

Hace algunos años, un profesor de Filosofía intentó doctorarse en San Marcos con una tesis que era copia fiel de un libro mexicano. El profesor, que había invitado familiares y alumnos para la hazaña académica, dijo, al ser descubierto, que no había plagiado, sino que su admiración por el autor lo había llevado a “interiorizar” sus ideas… y sus palabras. Hasta los días de ­Shakespeare el plagio no era un crimen literario; pero entonces no se copiaba al pie de la letra.

Otra cosa es copiar a un fascista y afirmar, con desparpajo, que eso encarna el espíritu democrático y justiciero por el cual tantos apristas entregaron –literalmente– su vida.

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